La tarde vacilaba entre abrirse y cerrarse a los ojos de Lisa. A los oídos, la boca, la muñeca, las rodillas. Hablaba consigo misma el idioma de los ambiciosos, que no logran definir si el imperativo del disfrute total se aplica sobre el presente inmediato o el futuro lejano. La siesta o las horas extras impagas, ad honorem o lo que fuera.
No tardó en abrir el placard. Tal vez para salir o simplemente para confirmar que lo mejor era quedarse adentro. Vaciló.
Tenía que haber algo, una señal, una palabra. No, no, mejor un letrero que implicase que afuera había algo por recibir. Una promesa. Los días así, que no se definían por temporada, sino por excepción, le ponían los ojos verdules en un estado intermedio, indefinible, entre la calentura y la tristeza. Era un buen día para encontrar un amante.